Hace unos días, una buena compañera y amiga me invitaba a reflexionar sobre mis comienzos en el abordaje psicoemocional del paciente en situación de final de vida. Recordando, recordando, recordé a antiguos compañeros, las primeras reuniones de coordinación, cómo nos planteábamos los diversos circuitos y criterios de derivación… No era fácil para un psicólogo hacerse comprender en un mundo tradicionalmente médico, que, si bien es muy receptivo a los aspectos psicoemocionales, era un mundo médico, al fin y al cabo, en aquella época.
Entre todos estos recuerdos, recordé a la primera paciente que me derivaron, la llamaré Josefa. “Ochenta años, cáncer de mama muy avanzado en situación terminal, la paciente está muy deprimida” se leía en la hoja de derivación. Me acerque a su domicilio y allí estaba ella, en su habitación, me presenté, le pedí permiso para sentarme en la cama y comenzamos a hablar, con la idea inicial de crear vínculo, que lo llaman los entendidos. Hablamos de diversos temas, del motivo por el cual yo estaba allí, con quién vivía y poco a poco comenzamos a hablar de su proceso de enfermedad.
Entonces llego el momento de la gran pregunta – Josefa, ¿Qué es lo que más le preocupa? – y allí estaba yo, sentado, en la cama de aquella abuelita entrañable, sujetando su mano, esperando el impacto emocional de la respuesta a aquella pregunta…
Josefa me miró fijamente a los ojos y me dijo – Las gafas, lo que más me preocupa es no tener mis gafas para ver de cerca-.
En ese instante no supe que responder, esperaba cualquier otra respuesta. Iba con la mochila cargada de respuestas enfocadas al proceso de morir, a las dudas más existenciales, a la misma angustia vital…realmente lo que yo esperaba era un sufrimiento hondo y profundo del que yo pudiera salvarla, pero aquella señora, solo estaba preocupada por sus gafas.
Debió de ver mi cara de desconcierto ya que a renglón seguido me dijo – “Mira hijo, yo sé lo que está pasando, me estoy muriendo y estoy bien. He tenido una buena vida y he sido muy feliz, mis hijos están “colocaitos” (lo que en andaluz paladino viene a decir, están trabajando y tienen sus propias familias), he conocido a muchas personas y me he sentido muy querida y ahora estoy aquí, en la cama. La televisión me aburre, la radio me cansa, las visitas son para un ratito, los nietos, son mi alegría pero me agotan, no sé leer ni escribir y a mí lo que me gusta es ver las fotos de las viejas revistas que me traen y se me han roto la gafas y nadie me trae unas gafas nuevas y los días se me hacen muy largos… porque me aburro”-.
No lo supe hasta mucho tiempo después, pero aquella conversación tan honesta, clara y sincera, tan libre de artificios, desnuda de todo lo aprendido, no solo me enseñó un nuevo camino que recorrer, sino que me ayudó a sanar la primera herida.
José Cabral
EAPS-Sevilla. Hospital Virgen Macarena – San Lázaro. Sevilla
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Mi madre murió con 97 años y dencia se il mos últimos 12. También llevaba gafas. Y jay oculistad que van a las residencias o domicilios con su maleta con instrumentos necesarios para medición. Vinieron a casa y mi madre tuvo sus gafas. Yo soy la que necesito un cerebro nuevo después de cuidarla tantos años.