La empatía
La empatía puede ser definida como la capacidad que tenemos los seres humanos de «sentir con el otro», de resonar, de contagiar emociones.
Esta capacidad es posible gracias a las neuronas espejo, que hacen que podamos percibir lo que otras personas están sintiendo. Forma parte de un proceso adaptativo de evolución que está al servicio de la cooperación y que nos inclina hacia un comportamiento pro-social.
Podemos decir entonces que, la gran mayoría de las personas, venimos de nacimiento ya equipadas y cableadas para la interacción social, y somos seres con empatía.
Pero ocurre que esta capacidad automática de resonar, cuando nos relacionamos de forma frecuente con personas que sufren como ocurre en entornos sanitarios, puede llevarnos a experimentar fatiga.
Es por esto que solemos activar inconscientemente un mecanismo de defensa por el que bloqueamos la empatía y nos desconectamos de las otras personas para no sentir ese sufrimiento.
Lo que olvidamos es que esa desconexión de los otros conlleva una desconexión de nosotras mismas, de nuestras emociones y necesidades.
¿Cómo podemos tener y mostrar empatía sin agotarnos o desconectarnos? Parece que podemos encontrar respuesta en la práctica de la compasión.
La compasión
La compasión puede definirse como empatía -el sentir con la otra persona- más el deseo genuino de actuar para aliviar el sufrimiento de esa otra persona.
En sociedades de tradición judeocristiana, la compasión ha sido comúnmente asociada a un sentimiento pasivo de lástima o pena por el sufrimiento de otras personas. Pero si bien este significado implica distancia respecto a otras personas y al sufrimiento ajeno, la verdadera compasión promueve el acercamiento y se enfoca en la acción para aliviar. Esta acción puede prestarse de multiplicidad de formas, tanto tramitando algún recurso material que cubra una necesidad, como abriendo corazón y generando pensamientos y emociones con el deseo de que termine ese sufrimiento.
No obstante, para no caer en los efectos dañinos de la hiperproductividad y la hipergenerosidad que podrían llevar a fatiga por compasión, es necesario practicar la compasión sin apegarse a resultados. Soltar expectativas, aceptar que no podemos controlarlo todo, ser amables con nosotras mismas y confiar en la vida. La compasión no es cumplir un objetivo, es una dirección hacia donde enfocar nuestra mente y nuestro corazón.
La práctica de la compasión es como una carrera de fondo en la que se dirigen, regulan y dosifican los esfuerzos, y para ello es esencial la autoconexión y la autocompasión. Es un trabajo, pero seguramente la mejor inversión para nuestros esfuerzos.
Asegura la evidencia científica que, mientras para la empatía venimos cableadas de serie, la compasión se puede entrenar. Y si logramos no apegarnos a los resultados, la compasión no genera fatiga sino al contrario, energiza y revitaliza. A diferencia de la empatía, la práctica de la compasión activa redes neuronales relacionadas con la acción y con emociones positivas (Singer y Klimeki, 2014).