CARTA DE UN HOMBRE MADURO A SU MUJER
Cuando muera, en el mismo minuto en que deje de ser yo para ser fui, quiero que mi cuerpo esté al sol, refrescado por una brisa suave y por el olor de un pinar cercano que limpie mi pasado. Quiero oír a lo lejos los nocturnos de Chopin, tener cerrados mis labios con una cereza de un rojo violento que refrene mis angustias, y que mis ojos retengan la luz serena de un ocaso.
Cuando muera, en el mismo minuto en que dejes de mirarme para empezar a recordarme, quiero recoger mis recuerdos en una medalla de plata limpia, brillante y desgastada, tener en mis manos un libro abierto y bajo mis pies un lecho de tierra. En ese instante quiero sentir que juegos de niños silencian el murmullo de las oraciones.
Cuando muera, en el mismo minuto en que el ahora solo sea un paso al ayer, quiero que mires fijamente al horizonte para comprobar que el mundo gira, al suelo para librarte de las raíces y de las alimañas, y al mar que te traerá navíos llenos de vida.
Todo eso quiero para cuando muera, para ese minuto en que nuestra mirada se haga omnipresente y eterna. Pero si no tuviera nada de lo que pido, no te preocupes, no importa, solo dame la mano para que me arrope tu cariño y quitarme el miedo, y que tú te quedes con mi esencia.
Eso escribí hace tiempo pensando en mi futuro y, aunque salió solo, como si el teclado guiara mis intenciones, no lo hice con pesar, quizás porque, creo, mi final puede estar aún lejos, pero sí fue una especie de introspección que me dejó satisfecho y fue bien recibido por mi mujer. No es un testamento, ni son unas instrucciones ni voluntades anticipadas. Ese texto, que guardo con cariño y enseño sin pudor, analizado a posteriori, es un ejercicio de trascendencia en el que expongo con satisfacción mi pasado, mis aficiones, mis miedos y mis esperanzas, y mi deseo de pervivir tanto por mí como para ella y los que me rodean.
Con ello resumo lo que para mí es fundamental cuando nos acercamos a la última fase de la vida (es a eso a lo que sobre todo nos enfrentamos, por encima de la muerte): La palabra.
Como digo, no me produjo pesar, y al presentarlo a mi familia, a sabiendas de que podía obtener como respuesta los consabidos «mira que las cosas que se te ocurren», «no hables de eso» o «anda, que morir nos morimos todos y no hay que darle más vueltas», la respuesta fue lo contrario, me permitió recrearme en los recuerdos que la carta contenía y abrir una puerta para que cuando se vaya acercando el momento, mis deseos e inquietudes, se transformen en nuestros objetivos. Unos objetivos que cumpliremos, por mí y por ellos, para el presente del primero que se vaya y el futuro del que se quede. Por esa puerta abierta que supuso la palabra y que, poco a poco, va haciéndose más ancha y más clara, también ha entrado mi mujer, y tengo la seguridad de que el camino que quedará después de cruzarla lo haremos de la mano.
Estoy convencido, y creo que ese pensamiento mío es extrapolable al resto de la población, que momentos importantes de nuestra biografía siempre serán más plenos, más satisfactorios y más fáciles si los pasamos acompañados y, como negarlo, la cercanía de la muerte lo es, y no hay consuelo mayor que la palabra.
Cuando la negra mariposa beba
impaciente de mis últimos anhelos,
la brisa suave de tú caricia
llenará de vida mi inevitable despedida
Ezequiel Barranco Moreno
Médico. Unidad de H. Domiciliaria y Cuidados Paliativos. Hospital de San Lázaro (HUVM). Sevilla.