Cuando nos dio la noticia, comenzamos a llorar. Fue el nuestro un llanto insostenible, desconcertado, similar a un mapa sin ciudades, ni ríos, ni montañas, que se prolongó durante semanas. La casa se llenó de lágrimas, y la cama de mi padre, flotando sobre ellas, se alejó de nosotros. En su regreso, meses más tarde, estaba desoladoramente enflaquecido, pero traía los ojos abarrotados de nuevos paisajes. Dijo encontrarse ya listo para soportar nuestra pena, y nosotros nos confesamos preparados para aliviar su dolor. Cubrimos con toallas los rincones y, en el tiempo que aún pudimos compartir, nos concentramos en escuchar sus historias y en perdonar sus faltas.
Ahora que ya no está, todavía, algunas tardes, nos da por llorar sin freno. Cuando eso sucede, cogemos unos cuantos víveres, nos subimos a nuestras camas y navegamos por los recuerdos, sin prisa, hasta que sentimos bien secas las pestañas.