El hombre de la habitación contigua murió aquella madrugada cinco minutos después que mi padre. Lo supimos porque su hija, que llevaba tres días en la unidad de paliativos sosteniéndole la mano, lanzó un lamento tal que retumbó hasta el último tornillo del hospital. Un largo rato después, pasó por delante de nuestra habitación y nos vio sentados, uno a cada lado de la cama donde yacía mi padre.

-¿No os da vergüenza -nos dijo, señalándonos- sonreír de esa manera cuando acabáis de perder a vuestro padre?

Mi hermano y yo nos miramos. Sonreíamos tras nuestras lágrimas, sí, pero, ¿cómo explicarle a aquella mujer que este final ya lo conocíamos desde aquel diagnóstico de hacía ya catorce años? ¿Cómo explicarle lo maravillosos que habían sido aquellos años desde entonces, cuando mi padre se dedicó en cuerpo y alma a regalarnos cada día toneladas de recuerdos imborrables?

¿Cómo explicarle?

Punto y seguido

Cuando le dieron la noticia no supo que decir.

Tras un momento pareció eterno respondió. “De acuerdo. Entonces tendré que dedicarme a diseñar el final de mi vida”. Su formación arquitectónica le había brindado siempre buenas herramientas para construir su casa, su proyecto de vida, su familia y hasta su desarrollo profesional. Ahora tocaba el momento de cerrar ese plan y lo haría de la misma forma, con esa mentalidad que a los anglosajones les gusta llamar Design Thinking

Para ello recurrió a un mapa, el mapa de las relaciones de su familia, un recorrido doméstico de a quien tenía que ver, cómo y dónde. Como si de una escenografía se tratara pensó en los distintos ambientes y las personas que los ocuparían, el mejor momento del día e incluso la estación del año pues para ello tenía 10 estupendos meses donde diseñar los espacios de sus despedidas.

Diseño del final de una vida

Me ausentaba apenas unas horas. Las justas para darme una ducha, reacomodarme la sonrisa y regresar al hospital. Mientras tanto, Leo se quedaba con su padre.

El niño hacía preguntas. Muchas. Que por qué le pinchaban tanto, que cuándo saldría de allí, que cuándo llegaría su nuevo corazón. Y últimamente, que por qué si le habían crecido alas, no lo dejábamos volar. ¿Qué dices? No te han crecido alas, cariño, le contestaba yo revolviéndole el pelo. Y con eso disimulaba el nudo que tenía instalado entre la garganta y el estómago.

Hasta que una tarde regresé con mi sonrisa puesta y lo encontré parado en el alféizar. Las alas allí estaban. Extendidas, impecables, blancas.

Su padre me miró, yo asentí. Él le soltó la mano, y lo dejamos volar.

Alas blancas

“No, el anillo no; dejen que entre con él.”- insistí al enfermero antes de que se la llevaran.

No era una joya cara, dudo incluso de que el oro de su circunferencia fuera de calidad. Pero era lo único que conservaba de mi padre y sabía que le daría fuerzas para seguir. Le esperaban días de aislamiento. Un tiempo en el que sólo vería a personas escondidas en trajes de plástico.

Durante veinte días, mi madre soportó todo tipo de envites. Fiebre, ahogos, dolores. Y, tras cada crisis, el mismo gesto: una caricia al anillo. Un gesto que el enfermero me refería, a sabiendas de que era un mensaje.

Cuando volví a verla estaba consumida pero tranquila. Me pidió que me acercara. Se quitó el anillo y me lo entregó. Cerró los ojos y dejó de respirar. En su rostro una expresión vencedora. En mi mano, un anillo.

El anillo

Como cada mañana desde que el calendario se tornase un ovillo deshilachado de recuerdos dentro de su mente, ella volvió a humedecerle los labios con una gasa. Era la única que conseguía, simplemente con su presencia, que la enfermedad se batiese temporalmente en retirada. El denso olor a medicación, el simple roce de sus dedos en la sábana o un mechón de pelo acariciándole involuntariamente el pecho mientras se inclinaba para manipular la vía que le mortificaba el brazo, le bastaban para saber que seguía aquí. Hacía mucho tiempo que no tenía miedo del miedo, ni del dolor al que retaba todos los días, ni siquiera de la gran oscuridad que presentía cercana. Solo le entristecía tener que renunciar a su ternura, lo único que daba sentido a una vida que se despedía… y estar con ella hasta el final, significaba despedirse del mundo con ternura.

De los afectos

Ainhoa tenía ocho años. Tenía diecinueve libros en su habitación. Tenía muchas ganas de viajar a Japón. También tenía leucemia. Lo que no tenía era mucho tiempo.

Morirse no le gustaba nada, pero no se le podía hacer gran cosa. En vez de lamentarse, decidió que contaría cada día como si fuese un año entero, y así podría morir de vieja. Enero, de doce a dos. Febrero, de dos a cuatro. Hacía frío en invierno, pero de pronto venía junio, de diez a doce, y pasaba el mes entero en el parque, si la dejaban. Se dio cuenta de que no es que ella fuese a morir demasiado pronto, es que el resto del mundo iba a morir demasiado tarde. Le daba un poco de pena que tanta gente perdiese tanto tiempo en cosas tan tontas.

Llegaba septiembre, tocaba leerle un cuento a papá y mamá. No hacía falta más.

Morir de vieja

Se encogía cada noche como los tentáculos del caracol cuando advierte otra presencia. Su dulce expresión pugnaba por ocultar las arrugas de tantas jornadas inacabables bajo un cielo de añil. Nunca se lamentó de tan cenicienta existencia. Nunca le volvió la cara al sufrimiento.

Cuando notó el cansancio perforando sus huesos y las manos encallecidas como astillas requemadas, ese día, sin avisarlo, la llamada del viento lóbrego acudió a su puerta. Recogió los mejores sueños en su memoria y dibujó una eterna sonrisa. Se puso el vestido de primavera, los zapatos de tacón bajo, un poquito de carmín y recorrió el camino hacia su último destino. Estaba preciosa.

Murió dos semanas después, consumida por los años, vencida por la enfermedad en la novena planta del hospital. Al partir, nos dejó un sentido mensaje: “Cuando vuelvan los abrazos, acuérdense de repartirlos entre los seres queridos”.

Todo el pueblo acudió al entierro

Cenicienta

Una tarde de manto anaranjado sobre el alba, mi abuelo me contó un secreto. Me dijo que un día sería un árbol. Las castañas que merendábamos crepitaban al fuego y vi en su reflejo que no mentía. Por entonces, mi abuelo me parecía una semilla muy humana. Trataba a las personas con voz dulcificada y en sus brazos siempre había cobijo donde sentarse a la sombra. No dijo cuándo sucedería pero a mí me gustó pensar que fue de noche, al terminar el paseo por la cañada. Que de sus pies brotaron raíces y se hundieron tímidamente en la tierra. Me gusta recordar que lo encontramos paseando y por la forma de su tronco supimos que era él al instante. Hace poco descubrimos erizos verdes sobre sus ramas. Hemos preparado la sartén, y a la tarde haremos castañas de nuevo. Porque alma que vive, que ama y sueña… siempre brota.

Castañero

Cuando el dolor era insoportable, lo que cada vez ocurría con más frecuencia, pedía un “rescate”. Unas horas de paz para pensar y poner en orden su vida y la de aquellos a los que iba a dejar.

Se había reconciliado con su exmarido. El dolor le dio fuerzas para comprender, pedir perdón y perdonar. Después del trabajo, él recorría 70 Km. para pasar la noche con ella en el hospital, sentado en un sillón, cogidos de la mano, como cuando eran novios y daban largos paseos.

Sobre la mesilla, una foto tomada días antes de que naciese su hija. Tan jóvenes, tan felices.

―¿Nos volvemos a casar?

―¿Para qué?

―Para borrar los errores, volver al principio.

La enfermera le hizo un turbante blanco con gasas. Ofició el alcalde, fueron testigos la psicóloga y la enfermera. Ellos, luz en la mirada.

Se fue reconciliada consigo misma y con la vida.

La boda

Una sorpresa imprevista. Dos operaciones. Tres meses en cuidados paliativos. Cuatro máquinas que me dan vida. Cinco plantas me acercan al cielo. Seis ángeles con bata blanca. Siete vidas por vivir. Ocho despedidas pendientes. Nueve millones de gracias. Mi funeral a las diez.

Cuenta adelante