El hombre de la habitación contigua murió aquella madrugada cinco minutos después que mi padre. Lo supimos porque su hija, que llevaba tres días en la unidad de paliativos sosteniéndole la mano, lanzó un lamento tal que retumbó hasta el último tornillo del hospital. Un largo rato después, pasó por delante de nuestra habitación y nos vio sentados, uno a cada lado de la cama donde yacía mi padre.
-¿No os da vergüenza -nos dijo, señalándonos- sonreír de esa manera cuando acabáis de perder a vuestro padre?
Mi hermano y yo nos miramos. Sonreíamos tras nuestras lágrimas, sí, pero, ¿cómo explicarle a aquella mujer que este final ya lo conocíamos desde aquel diagnóstico de hacía ya catorce años? ¿Cómo explicarle lo maravillosos que habían sido aquellos años desde entonces, cuando mi padre se dedicó en cuerpo y alma a regalarnos cada día toneladas de recuerdos imborrables?
¿Cómo explicarle?