Se encogía cada noche como los tentáculos del caracol cuando advierte otra presencia. Su dulce expresión pugnaba por ocultar las arrugas de tantas jornadas inacabables bajo un cielo de añil. Nunca se lamentó de tan cenicienta existencia. Nunca le volvió la cara al sufrimiento.
Cuando notó el cansancio perforando sus huesos y las manos encallecidas como astillas requemadas, ese día, sin avisarlo, la llamada del viento lóbrego acudió a su puerta. Recogió los mejores sueños en su memoria y dibujó una eterna sonrisa. Se puso el vestido de primavera, los zapatos de tacón bajo, un poquito de carmín y recorrió el camino hacia su último destino. Estaba preciosa.
Murió dos semanas después, consumida por los años, vencida por la enfermedad en la novena planta del hospital. Al partir, nos dejó un sentido mensaje: “Cuando vuelvan los abrazos, acuérdense de repartirlos entre los seres queridos”.
Todo el pueblo acudió al entierro