Amparo 59 años
Pedro llevaba años debilitándose, y padeciendo multitud de síntomas sin un diagnóstico claro. Quizás la partida de nuestro hijo a la eternidad, la marcha de nuestro otro hijo al extranjero, la crisis y los genes aliados con el destino fueron provocando una extraña e incontrolable enfermedad que al principio no tenía nombre conocido pero si muchos desajustes bien definidos: cansancio y pérdida de peso, enfermedad de Crohn, disnea por insuficiencia cardiaca, neuropatía en los miembros inferiores, hernia de hiato…anemia, retención de líquidos…y una larga lista de síntomas con nombre y apellidos.
Pedro iba notando su deterioro, primero por meses, luego por semanas, hasta que en uno de los innumerables ingresos se identificó la enfermedad: “Amiloidosis”; pero este diagnóstico venía acompañado con la palabra “irreversible”.
Con la contundencia del diagnóstico llegamos a la Planta de Paliativos, que estaba identificada como Unidad Clínica de Atención Medica Integral (UCAMI). El personal de esta planta tiene un carisma muy especial. Se trata de que haya confort en todos los aspectos, clínico, físico, personal y familiar. Lo tengo asimilado como “Todos somos Uno”, aquí se aprende a vivir con el único ritmo que marca el paciente. Una vez instalados en la habitación individual, que además disponía de un sofá-cama para poder quedarme cada día junto a él, Pedro solicitó que se le diera toda la información sobre el pronóstico y abordaje. Aunque todavía planea en nuestro subconsciente el silencio como único bálsamo, la Doctora que le atendió fue sensible y sincera y con exquisita solvencia ofreció la verdad sin que fuera acompañada de desesperanza.
Y fueron pasando días, semanas y meses, esa habitación individual se convirtió en un espacio de confidencias entre nosotros, disfrutábamos de la intimidad para abordar todas las preocupaciones y comprender que el presente es un regalo. Pedro experimentó la gratitud a niveles muy amplios y en multitud de ocasiones recibía con una sonrisa sincera al personal de medicina, enfermería, auxiliares, de limpieza, office y, por supuesto, a celadores. Todos eran importantes y todos le hacían sentir que también él lo era, nuestra habitación la 617 tenía el sobre-nombre de la habitación “Feliz”.
Y llega un día que nunca se olvida, esa fecha que se graba por siempre. Arañas el tiempo, observas el último hilo de vida y sabes que ahora es el momento. No puedes soltar su mano, aunque sus dedos se vuelvan azules y su piel pierda el color de la vida. Solo queda exprimir el tiempo, respirar hondo y ofrecer la mejor versión de uno mismo y mucho amor, todo el que se pueda, todo el que se tenga, dar sin medida. Cuando afrontas la despedida de alguien tan querido, la persona con la que has construido tu vida, y ves como poco a poco se va apagando, se siente una profunda tristeza. Al mismo tiempo te ves acompañada, comprendida, arropada y asesorada, los profesionales sanitarios, enfermeros y médicos que no bajan la guardia en esos momentos, llevan horas pendiente de lo que ocurre en la habitación. Produce un calma inmensa -entre tanto dolor- saber que no hay sufrimiento. En un instante tremendo todo acontece como si de un adiós provisional se tratara. La luz en la habitación se ha tornado suave, como si la eternidad hubiese entrado para parar el tiempo y guardarlo en su memoria.
La tristeza de haber despedido al amor de mi vida se torna satisfacción, porque el saber que estuve donde era necesario para él, para mí, para cerrar su ciclo de vida como un broche de oro, eso es el impulso que me permite poder volver a mirar el futuro.