La Dra. María Castellano Arroyo, Catedrática de Medicina Legal y Vocal de la Comisión de Deontología del Consejo Andaluz de Colegios de Médicos, analiza, en este artículo de opinión, la pandemia de la COVID-19 en España, reconociendo el dolor que ha dejado en cada persona y la labor de los profesionales sanitarios, y, en especial, los médicos: “Queremos que nuestros médicos y profesionales sanitarios recuperen un corazón recompuesto, íntegro, esperanzado y alegre”
Escribo hoy desde el dolor que la pandemia de la COVID-19 ha traído a los corazones de los habitantes de la tierra. De una forma o de otra, el drama se ha vivido en los hogares, en los ambientes de trabajo, en los espacios de ocio y diversión, y cada persona lo ha experimentado de una forma diferente y a su manera: en unos casos padeciendo en su propio cuerpo los efectos de la infección, o teniendo cerca familiares, amigos o conocidos afectados, o sufriendo la pérdida de un ser querido al que no ha podido acompañar en su agonía ni dar el último adiós. Con estas vivencias ¿quién no ha derramado unas lágrimas de pesar, sintiéndose desolado y con el corazón roto?
Pero quiero destacar hoy lo que este desastre ha significado para los profesionales sanitarios y, en concreto para los médicos. Ya en la primera semana de marzo se inició el goteo, cada vez más potente, de pacientes en las urgencias hospitalarias, en los domicilios y en las residencias de mayores, con los síntomas de la enfermedad y, sin que desde la OMS se hubieran establecido (con los antecedentes que ya se tenían de China) unos conocimientos sistematizados y rigurosos que nos permitieran saber a qué nos enfrentábamos y como combatir la epidemia. Tampoco el Gobierno, a nivel nacional, proporcionó la información de que se disponía, ni organizó, desde el principio, una comunicación trasparente con las Comunidades Autónomas, ni la colaboración leal que habría sido necesaria en beneficio de todos, para conseguir los medios de protección suficientes y necesarios para los profesionales sanitarios, fuerzas de seguridad del Estado, trabajadores de servicios esenciales y otros; esto, al menos, les hubiera permitido enfrentarse al enemigo invisible y peligroso, amparados por barreras de protección adecuadas.
Las consecuencias ya las hemos vivido todos, pero será imposible ponernos en la piel de los médicos que han estado junto a los pacientes infectados, en sus diferentes grados de gravedad. Las UCIs, absolutamente desbordadas, jornadas interminables con equipos que mantenían una temperatura corporal de hasta 45-50 grados, los dobles guantes ocasionando dificultades en las actuaciones respecto a exploraciones, manejo de vías e instrumental, etc.; y cada jornada acababa con el obligado estudio de lo que se aportaba como experiencia desde Italia, Francia o Portugal; estas aportaciones, nuevas cada día, iban desde la postura que debían mantener los pacientes, la sintomatología variada y variable que llevaba a la recomendación de unos medicamentos u otros y a la combinación entre ellos.
Para los médicos ha sido necesario trabajar cada día, antes de empezar la tarea asistencial, en las directrices a seguir según los últimos conocimientos. Todo ello ha significado sensación de inseguridad e improvisación, factores contrarios al rigor con el que los médicos, habitualmente trabajamos. Otro factor extenuante, desde el punto de vista científico y ético-deontológico: la necesidad de seleccionar a los pacientes beneficiarios de UCIs y de medidas extraordinarias de apoyo ventilatorio y terapéutico.
El fallecimiento constante de los enfermos, sin poder prestarle ese deseado acompañamiento que les habría dejado más conformidad. Cada fallecido, para los médicos (esto les ha sucedido también a las enfermeras) tenía nombre y apellidos, cara y sentimientos y su pérdida era llorada como algo propio.
Hemos visto a los y las médicos utilizar sólo una mascarilla y, la misma mascarilla, varios días; los hemos visto hacerse artesanalmente ropa protectora con bolsas de plástico (y aún ha habido algún responsable político que ha dicho que esto era un estímulo más para ellos). Nos han acongojado hasta las lágrimas, ver las imágenes de los y las médicos extenuados, descansando en pasillos sobre una alfombrilla o acurrucados sobre un sillón en un olvidado rincón.
En las residencias socio-sanitarias el número de fallecimientos ha puesto de manifiesto lo que era evidente: personas con pluripatología, pacientes frágiles, conviviendo en proximidad, con asistencia de trabajadores que carecían de información sobre lo que se avecinaba y con todas las carencias, desde medicación hasta medios de protección. Aquí la infección se extendió rápidamente, en el momento de mayor saturación de servicios de urgencias y de hospitalización, siendo evidente que, el traslado al hospital de muchos de estos pacientes (los más graves) no era la indicación médica más adecuada. Algunos se derivaron y hasta superaron estancia en UCI. Pero lo común fue el desastre de muchos trabajadores infectados y residentes fallecidos, esperando ser recogidos por las funerarias y, después por el ejército.
Lo más doloroso, respecto a nuestros compañeros médicos, ha sido cuando hemos ido conociendo las cifras de infectados, las más altas de todos los países de nuestro entorno y de los más lejanos (más de 40.000). Pero lo más trágico, ha sido ir conociendo cada día o cada semana quienes de ellos habían perdido la vida. Ayer recibía un video que ponía cara a 54 médicos, que han fallecido por la infección de este maldito virus. Os aseguro que no pude evitar llorar durante muchos minutos; a varios de ellos los conocía (eran compañeros de colegiación en Granada y Jaén), con otros había compartido tareas o amistad en el ámbito de la Medicina del Trabajo, sentía que mi corazón se rompía sin remedio.
(…)
En este momento hemos de reconstruirnos y recuperar la esperanza y la alegría de vivir. Ahora llega el tiempo de la ayuda mutua, de la colaboración y la contribución personal. Los españoles hemos sido siempre ejemplo de respuestas compasivas y solidarias; hemos de dar ejemplo a nuestros políticos para que se sientan obligados a cumplir con sus deberes de trabajar para el bien común y la prosperidad de España.
Es bueno llorar, pero que no se nos rompa el corazón, aunque un corazón roto por amor sigue amando con cada uno de sus pedazos. Queremos que nuestros médicos y profesionales sanitarios recuperen un corazón recompuesto, íntegro, esperanzado y alegre.
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