No me ha resultado extraño ni ajeno revivir experiencias como las que el autor narra en este relato. Ha sido cerca del final, cuando el nudo en la garganta y las lágrimas en los ojos, me han obligado a posponer la lectura del final de este relato. Pero no sólo lágrimas, sino recuerdos no muy lejanos, que según avanzaba en la lectura de este libro, se hacían más patentes y se traducían en miedos, incertidumbres, pesares, pero también alegrías.
La diferencia de tiempo con mi padre ha sido de dos años, pero lo acontecido no tiene diferencia alguna. Paso por paso, cita por cita, las emociones y pautas de actuación coinciden en ambas vivencias.
Perder a tu progenitor, el cual ha ejercido hasta sus últimos días como tal, desvivido por su familia y entregado a ello, es un palo. Parece que nunca llegará, hasta que sucede y es ahí, como hija, y junto a los tuyos, cuando toca acompañar, compartir y comprender miedos, incertidumbres, dolores y demás pesares. Siempre desde el respeto y la comprensión hacia mi padre, el resto de la familia y también hacia los profesionales y el propio sistema sanitario. Porque en el camino se toman muchas decisiones, por parte de todos, incluso la de “no hacerlo” es una decisión más, que no debe ser juzgada, porque nunca podremos saber si era la correcta. Es la que tenía que ser en ese momento y fue la que se tomó, y pensar en “el si hubiera” solo provoca más dolor e incertidumbre.
Nos dejamos llevar por la inercia de los servicios sanitarios, ni siquiera la de los propios profesionales, quienes a veces confesaban sus limitaciones, unas limitaciones que interferían en lo que ellos creían que era lo correcto, pero que al final “es lo que había”.
Como el autor de este relato, también recurrimos a la privada, a medicinas alternativas, buscando lo mejor, para el mejor. Nos resistíamos a la pérdida. La muerte es parte de la vida, en la teoría, pero en la práctica te tiembla la voz.
Su dolor, nuestro dolor y, en cierta medida, el de los profesionales que muestran empatía, más allá de lo profesionalmente aceptable y que, por supuesto, también les pasaba factura en lo personal y emocional. Esa era la capa que envolvía nuestras vidas en esos momentos. Cuando no había complicaciones y el tratamiento no estaba afectando al día a día, nos aferrábamos a la esperanza, una esperanza que compartir con los tuyos. En otras ocasiones, nos limitábamos, y no es poco, a poner en valor lo que has tenido, lo que tienes y lo que dejas.
Coincido con el autor en que el paciente sabe cuando algo no está bien, desde el principio y durante toda la evolución de la enfermedad hasta, por supuesto, la muerte. No sabe ponerle el nombre técnico pero sabe cuáles son los hitos que hacen que tengas que hacer o, por fin, dejar de hacer. La familia y profesionales acompañan, pero jamás podremos ponernos en su lugar. “El dolor es de quien lo sufre”.
¿Cómo afrontar la enfermedad y la vida que transforma esta? Su BIOGRAFÍA. Pero no sólo la del paciente, también la de la familia y la de los propios profesionales. Y esta experiencia forjará una nueva muesca en nuestras vidas que redundará en nuestro existir, en la vida de todo el que se queda, porque la vida y la muerte no deja indiferente a nadie que la roce.
Es duro para todos, pero es admirable cómo nos vamos adaptando, negociando para conseguir que el mal y el dolor sea el menor posible, asumiendo que siempre podría ser peor (diagnósticos, tratamientos, profesionales, hasta tu propia familia). En unas palabras, conformándonos, “aceptando”.
Las capacidades de mayores y pequeños son increíbles. Cada uno con sus propios recursos, aunque a veces no quede otra que echar una mano para encontrar esos recursos que todos tenemos pero que a veces se ven anulados por las circunstancias. Adaptamos nuestras rutinas a los acontecimientos (citas, quirófanos, tratamientos, complicaciones, malas noches, etc.), pero esto tiene la compensación de ponerte los pies en la tierra. No somos eternos y sí efímeros, los lazos que nos unen a nuestros seres querido en esos momentos, o a los profesionales que en esos momentos son parte de nuestro círculo de vida. Sirve para revolver tu mundo de valores, prioridades y relaciones. Para conocer de verdad al que creías que conocías, sirviendo esos momentos de espera para pixelar al 100% tu imagen sobre él con conversaciones, pero también con silencios y roces.
Pero que importante es vivir esta experiencia de vida junto a un equipo profesional que te escuche, que se ponga en tu lugar, que no dé por hecho cuales deben ser tus respuestas y emociones, que respete tus tiempos para asimilar, para llorar o reir, para equivocarte sin juicios, porque hay que seguir para delante. Profesionales con conocimientos y habilidades técnicas, por supuesto, pero fundamentalmente sensibilidad, empatía por la persona que tiene delante, paciente y familiares. Y para ello, los servicios de salud, así como las leyes que nos protegen, deben garantizar un entorno de confort, seguridad, equidad, dignidad que garantice una atención de calidad donde la humanización de dicha atención sea el pilar que sostenga las actuaciones que el paciente y su familia necesiten para dar respuesta a sus necesidades y expectativas. Suena ya muy trillado, porque lo hemos leído en muchos textos: procedimientos, protocolos, planes integrales, programas, leyes, etc., escuchado a muchos responsables de todos los documentos anteriores, pero que difícil es llevarlo a cabo.
Hay que valorar qué es lo que necesitan nuestros pacientes/familia en esos momentos. Cuál es el mejor tratamiento o técnica, según la mejor evidencia, incluso la cama más cómoda para los días de encame, sin desfallecer hasta el FIN.
Creo firmemente que nos sorprendería como nuestra escala de valores y prioridades o exigencias van cambiando con los días, horas y minutos de lo que nos queda por vivir. Pero pecamos al creer saber de antemano que es lo que necesitan en todo momento, porque no escuchamos, no limitamos a permanecer en nuestro espacio de confort, porque si salimos de él nos enfrentamos a nuestros errores, unos errores a veces inaceptables. “No hagas a los demás lo que no querrías para ti”.
Aceptar el final es duro para todos. Para el que se va, porque creemos que no era su momento, para también para el que se queda y tiene que aprender a vivir con esa ausencia, un proyecto inaceptable a priori, pero como hemos dicho antes, la vida sigue. Pero, ¿y para el profesional? ¿Es uno más? ¿Cuántos pacientes tienes que ver morir para que sea uno más? ¿Necesitamos esa coraza para seguir con nuestra profesión? ¿Choca esa coraza con la humanización de la atención sanitaria? ¿Cómo vive el paciente cuando siente que él será “uno más” en esa lista? Porque no olvidemos que habla mas de ti lo que no dices que lo que dices.
La vida sigue después de la muerte, aunque solo sea en los corazones de los que se quedan, en su memoria. Nos recomponemos y seguimos cuando pasa el tiempo, con añoranza de nuestros seres queridos. También los profesionales comprometidos siguen con sus agendas, pero también con muescas en su experiencia profesional que sirven para mejorar actuaciones futuras. Esa es mi esperanza. Formar parte de ese colectivo tan necesario para VIVIR Y MORIR CON DIGNIDAD.
Yolanda Sanchez Acha
Enfermera y estudiante del Máster de la UMA de Cuidados Paliativos
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