La unidad de referencia en el Hospital Infantil de Sevilla trata una media de cincuenta pequeños, de los que una quincena están considerados como frágiles combatiendo prejuicios.
Manoli lleva el nombre de su hija al cuello, en una cadenita de oro que, en realidad, no le haría falta porque en cinco minutos no se quita el nombre de Isabel de la boca. Está en una habitación de la unidad de Cuidados Paliativos Pediátricos, del Hospital Infantil, referencia para toda la provincia de Sevilla.
El equipo, integrado por las doctoras Macarena Rus y María Teresa Alonso, el psicólogo Juan Luis Marrero, la enfermera Rosario Velázquez y la trabajadora social Miriam Durán, atiende una media de cincuenta niños, de los que quince están considerados como «frágiles».
No es el caso de Isabel, que ha vuelto al hospital a pesar de los cuidados amorosos de su madre en su propio domicilio, donde cuenta con supervisión del equipo de Paliativos. La chiquilla vive postrada en una cama desde que nació, va para trece años, amarrada con otras cadenas -no de oro, sino de plástico- que son su soporte vital: el respirador que le llena los pulmones, el pulsómetro que le pauta el latido, la sonda gástrica con la que se alimenta… Pero la cadena -ni de oro, ni de plástico- indestructible, inalterable e imperecedera es la que ata el corazón de la madre al de su hija. Por puro amor.
Lo primero que choca al periodista, cuando se adentra en el ignoto océano de los cuidados paliativos pediátricos, es toparse con esa explosión gratuita de vitalidad justo en el extremo de la vida, cuando el propio nombre de la unidad que atiende a una cincuentena de chavales en Sevilla dibuja un horizonte lúgubre y tenebroso en la conciencia, como un nubarrón gris en el que no convendría fijarse sino en el arcoíris que se dibuja por encima de las nubes.